martes, 30 de mayo de 2006

Luz de Gas.

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Una mujer discreta, elegante, atractiva y exquisita, suele prodigar presunciones.
Se la sabía esposa y madre. Se la sabía seria, inteligente, formal y buena persona.
Paseando mi perro, solía ella detenerse en su honor.
Y, como es sabido, paseando perro, se va tomando cierta y medida confianza en habituales encuentros, saludos, paradas y comentarios generales de escaso interés. Con aquella mujer no fue una excepción.
Pero una tarde, como cualquier otra de paseo canino, en evidente acecho por su parte, ladeada, salió a mi encuentro desfigurada, titubeante, quebradiza y, descompuestamente, de sopetón, sin rodeos, me rogó le cediera mi casa unas horas la tarde del domingo siguiente, por verdadera, grave y urgente necesidad. En soledad.
Sorprendida, asustada y sin valor de negativas en tribulaciones, sin preguntar ni poner condiciones, sin saber por qué en realidad, accedí.
Entró ella y salí yo aquella tarde de domingo.
A mi vuelta, a la hora acordada, ella ya no estaba. Él, popularmente conocido y respetado hombre de bien, sí. Y comprendí.
Tratando hacerme luz de gas, antes de salir por la puerta trasera, mientras presurosamente ataba los cordones de sus zapatos, dijo llamarse Agustín, sin mostrar el rostro ni enderezarse el viejo y enfermo impostor, temiendo acaso mi pública indiscreción.
En el pieza que ocuparon hallé cuerdas que piernas y manos ataron, rastros de parafernalia dura, rastros de flujos y sangre. Y una cartera, la de ella, con gran cantidad de dinero, tres fotos infantiles y un documento identificativo. Y comprendí.
Pasadas algunas semanas, inminente mi mudanza en dirección lejana, sin con la mujer encuentro alguno conseguir, discretamente, quise devolver la cartera y su valioso contenido a su dueña.
Toqué el timbre, abrió ella la puerta.
Y por lo que en el lugar percibí durante escasos momentos, entre mudos silencios, en pié, sin mirar por no querer ver, avergonzada de mi presencia, con admiración profunda, me fue facil, muy facil, comprender la necesidad de su perfecta y habitual luz de gas.
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sábado, 20 de mayo de 2006

Dudas no razonables.

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Perdieron el trato y la necesidad una de otra por la distancia, los amores y otras causas mayores, ajenas por completo a sus voluntades.

Una madrugada, Lara descolgó el teléfono y escuchó el reclamo de su voz como si el tiempo se hubiera parado en aquella tarde en la que se abrazaron jurando no perderse y, sin dudarlo, tomó un avión hacia el feliz reencuentro.
Pero lo que encontró la desconcertó y fue acrecentando su desconcierto el inédito concierto de la otra.
La primera noche la despertó la luz que alumbraba de lleno su almohada, pudiendo seguir, a su pesar, con perfecta precisión, el recorrido que su amiga hacía a través de diferentes piezas de la casa y, despreocupadamente, se volvió a dormir.
Durante el desayuno, distraídamente, con humor, Lara aludió a los trajines nocturnos.
Y la otra, negó.
La segunda mañana, desperezándose, Lara vió un cuaderno manuscrito abierto sobre la mesa de estudio situada frente a su cama, diáfana con seguridad la noche anterior.

Pudo más el respeto que la curiosidad y se encaminó a la ducha.
A su vuelta, encontrando entonces cerrado el cuaderno, dudó.
Y pudo más la curiosidad que el respeto y lo abrió y leyó varias veces lo escrito con aquella perfecta y hermosa letra por ella tan bien conocida.

Durante el desayuno, sin delatarse y de soslayo, Lara buscó algún indicio o señal sobre aquello que leyera en declaraciones de odios, insultos y terribles apreciaciones que solo a su persona concernían.
Y la otra, negó.
Y como el cuaderno no volvió a encontrar a su vuelta al cuarto. Lara dudó.

La última mañana, sin dudarlo, no deseando saber ni averiguar, resueltamente, quiso Lara reafirmar el vínculo intacto de su incondicionalidad y cariño con alegrías y reconocimientos, generosa y dulcemente entregados. Y dulce hubiera sido la despedida de no haberle anunciado la otra, al hilo de despedidas y comunes recomendaciones de cuidados y empeños, la llegada de sus padres y hermanos, en breve, a su lado.

Seria, taxativamente, Lara le aseguró que fue hija única. Y, comprensiva, delicadamente, abrazándola, intentó reconociera la pérdida de los padres a temprana edad.

Y la otra, seria, taxativamente, negó, respondiendo herida : “tu estás loca”.
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sábado, 13 de mayo de 2006

El sueño recurrente de Natalia.

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Natalia tiene un sueño recurrente. Al menos es el único que conserva en la memoria cuando despierta y la acompaña a lo largo de la jornada.
En él, sin ella verse, siempre contempla, atentamente en espera, la empinada escalera de madera que conducía a la puerta del antiguo piso familiar y se alargaba hacia la azotea que coronaba el edificio. Se hace necesaria cierta paciencia, lo sabe desde la primera vez.
El corazón secreto de su sueño, marca el transcurrir y el acontecer. Nunca defrauda, siempre redondea la intención.

En el último, tras un tiempo imposible de calcular dada la naturaleza del ámbito onírico, escucha pasos. Lentamente se aproximan. Bajan desde la azotea. Siente la necesidad de salir al encuentro y sube cinco escalones y espera. Silencio. Otros cinco y cinco más. Silencio.
Se enfrenta al rellano de la puerta de casa, solo la separan de él los últimos dos escalones. Desafiante, con paso largo, se sitúa ante la mismísima puerta amagando tocar el timbre, sin desearlo. Silencio.
Y en silencio, ve como su padre, lentamente, con solo la gabardina sobre su cuerpo, desciende hacia el rellano donde ella espera sin presionar el botón indeseado, sin apartar la vista de la escalera descendente.
Él se acerca tranquilo, conciliador, sonriente. La mira cómplice mientras termina de descender y, cuando les separan tres peldaños, con la mayor confianza y naturalidad, desabotona la gabardina que cubre su cuerpo.
Natalia duda, no sabe si apartar los ojos de su rostro. Baja la mirada con miedo, pudor y vergüenza. Ve la desnudez de su padre, recorre su cuerpo evitando por completo los genitales.

Mira mujer, no seas boba, no pasa nada, todo está bien, es natural, soy tu padre.
Y Natalia, a bocajarro, fija su mirada en el único lugar del cuerpo de él nunca por ella conocido. No ve nada. No hay nada en ese lugar. Nada. Continuación del todo.
¿Lo ves? nada que temer, dice él, como cuando la enseñaba a querer a los animales.

Mientras cadenciosamente se abotona la prenda, la sonríe con esa amada sonrisa que siempre ella llevó consigo después de perderle, esa que la libraba de la sospecha de que todos los hombres eran iguales cada vez que tocaba el timbre de alguna puerta.
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martes, 9 de mayo de 2006

Los colores de Nicolás.

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Cuando Nicolás quiso dar marcha atrás, ya fue tarde.
Cuando quiso seguir adelante, nadie le acompañó.
Entonces decidió dedicarse con mayor ahínco, primor y sistematización a lo que realmente le dejara fuera de elecciones por parte de terceros, a lo que verdaderamente necesitaba, sin contar con nadie.
En el trato con lo exterior, Nicolás se defendía con una forma de racionalidad sin conciencia. Desde edad bien temprana se convirtió en un maestro en ello.

Cada noche, después de acabar su turno en la pizzería y recojer su diaria correspondencia, después de atenta y sentidamente releerla, se ponía manos a la obra en el cuarto de la pensión que alojaba, sentado ante el tablero a la medida exacta cortado, frente a la ventana del patio interior, considerando la conveniencia de la carpeta a elegir entre las alineadas a su derecha. La roja, la rosa, la azul, la verde, la amarilla... sopesando su estado de ánimo y necesidad.

Pero aquel miércoles noche, decididamente, sin planteamiento previo alguno, Nicolás abrió la de color azul.
Hacía tiempo exigían sus adentros la de aquel color. Al asalto, sin compasión. Sin voluntad ni alimento alguno por su parte en el empeño. Retardando, demorando la elección, cuando pudo, a favor de otros colores menos sagrados.
Le faltaba, valor.
Extrajo de la carpeta varios elegantes folios con membrete en negro relieve a su propio nombre y apellido y, erguido, con circunspecta prestancia, formal, seria, gravemente, escribió durante horas:
"Queridísimo hijo"........encabezó.

Al alba, una vez concluida la carta de amor, felicitaciones y bonanzas, tejida entre añoranzas y recuerdos, de consejos y orgullos paternos en honor a él mismo debidos agradecidamente. Una vez escrita dirección y remite en elegante rectangular sobre, descendió a saltos las escaleras hacia la calle, corrió por la acera lindera hasta el buzón que tragó el abultado conjunto que sus aspiraciones y esperanzas contenía.

A su vuelta, la noche del viernes, la patrona le hizo entrega del elegante sobre a su propio nombre y apellido.

“ Hoy es de su señor padre” le dijo.
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