domingo, 25 de febrero de 2007

Son-risas.

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-Diga?
-Holaaa, soy Felipe...
-Y bien??
-No jodas Oscar, que soy yo.
-Creo que se ha equivocado de número.
-Nooo.
-Bien, que número marcó?
-El 938746893
-Lo siento, no coincide con el mío ni en un solo número salvo el prefijo provincial, ni Oscar aquí se llama nadie, ni así me llamo yo.
-No me diga.... no puedo haber marcado mal todos los números, coño.
-Buenas tardes.
-Bien, lo siento de veras, discúlpeme. Volveré a marcar.

RINGGGGGGGGGGG
- Diga???
- Holaaa, soy Felipe....
- El de antes?
- No se, he marcado cada número con todo cuidado...
- A ver, repita el número que ha marcado ahora, por favor.
- 918746893
- Pues ahora ni en el prefijo provincial ha dado la coincidencia.
- Vaya, que mal, cuanto lo siento.
- Buenas tardes.
- brrrrrrrr
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domingo, 11 de febrero de 2007

El desconocido Alejandro Francisco Pérez Martínez

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creció sin saber quienes eran sus padres. Desde su secreto nacimiento en un hospicio madrileño hasta los cuatro años vivió, por encargo, en un lejano pueblo mesetario en el seno de una familia sin recursos entre otros niños por encargo criados para quienes la vida les dieron quitárselos de en medio. Después fue trasladado a la provinciana, precaria de medios y miras, casa familiar en la que entre abuelos, tíos, tías y primos como un primo más le dejaron estar en permanente estorbo, sirviendo de tropiezo para todos su presencia, sin público o privado reconocimiento de identidad, sin derecho a escuela, instrucción y atención.

Pero, de entre las tías, una, la llamada May, fue su oculto oráculo instructor.
Se trataba de una atractiva taquimecanógrafa treinteañera, sociable avanzada mujer soltera, amenazada por una tuberculosis perniciosa de índole familiar que, distante, secreta, severamente, enseñaba al pequeño huérfano, hasta donde alcanzaba y a salto de mata, parte de aquello básico que de la escuela hubiera debido aprender y otras variopintas cosas que, con el tiempo, fue añadiendo de índole práctico, pues, fiel a provinciana coqueta inteligencia, le fue inoculando su propia adicción al dandysmo en el hombre y al buen aparentar, a la bonanza de los secretos bien guardados, a la conveniencia de la invención y fabulación de la propia vida como tablas de salvación para los, como él, náufragos, iniciándole así, ella, en la forma y manera de poder llegar, astutamente, desde la desgraciada situación que le había tocado en suerte, a ser un "hombre de provecho" como ella había conseguido llegar a ser toda una señora taquimecanógrafa.
Al anochecer, cuando la fiebre fiel y puntual a su cuerpo y espíritu acudía, a su cuarto él secretamente escapaba para, a media luz, hacer de miedos, soledades y delirios, agradecida solidaria de recreación fraternal necesitada.
La tarde del día en el que la tía May murió, cercana la Navidad, por ser festivo, a él se le puso al tanto en el único cine de la localidad donde solía refugiarse. El acomodador le dio un golpecito en el hombro.
Le vieron subir la calle a marchas forzadas, pálido, desencajado.
No había cumplido los 20 años.
Nunca la pudo llamar “mamá”. Primero por que no sabía que lo era, nadie se lo dijo o se lo dió a entender, segundo por que ella nunca le trató como tal y, tercero, por que si acaso lo intuyó se le impuso el desamor, la frialdad, la exigencia del tabú... o era ya demasiado tarde.

Desde entonces se le conoce como Francisco Umbral
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