domingo, 17 de junio de 2007

Las cadenas de un cow boy.

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Cuando recibió la mortal bala, se le pasó por la mente su vida al completo y los rostros de sus hijos quedaron fijos en ella hasta que expiró y se cerraron sus ojos o, quizás, se los llevó prendidos a él bien sujetos al imperdible de la eterna ausencia.

Aquella mañana no sabía que iba a ser la última en despertar, calzarse los Levis Strauss y las botas y asomarse a su espejo, la última que, antes de abrocharse la camisa, colgaría de su cuello las cadenas sin las que se sentía desnudo. No sabía que de nada le serviría la senda que recorría desde niño cada día hacia el triunfo, ni las simpatías con las que contaba, ni su esfuerzo pertinaz de superación personal y en alimentar su autoestima y que le estimaran los demás.
Como siempre, ilusionado, meticulosamente arreglado y vestido a lo "cow boy", antes de salir buscó con la mirada el sombrero tejano sin sospechar que ese día, en ello, más que en ningún otro, hubiera debido poner aún mayor empeño por tratarse de su postrera puesta en escena y el de mayor peso su argumento.
A media tarde, después de atender su trabajo, mientras tomaba una hamburguesa, alguien puso precio a su cabeza pues fueron de ella, colgantes, las razones que tasaron el valor supremo del trance. Dos hombres despojaron de su cuello los oros, uno de ellos el que le disparó certero desde el suelo, derribado por el afectado.

En su honor, mayor gloria y orgullo de sus hijos, a su valor y desgraciada pérdida, metafóricamente, a modo de infantil consuelo, añadir desde aquí la evidente concordancia en el funesto caso pues, al fin y al cabo, sin saber, acabó su vida coherentemente, como la vivió, emulando la clásica manera del "far west", cumpliendo el heróico requisito su oro defendiendo, sin ahorrarse el final de tan sinietro legendario legado, de un tiro la vida perdiendo.

Desde Madrid (España), en su memoria.
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