lunes, 7 de enero de 2008

A menudo.

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De niño, cada año iba abriendo atropelladamente los regalos que le dejaban los magos.
Sin poner atención en cuantos iba descubriendo, corría a romper el envoltorio del siguiente... y así pasaba varios días con sus noches hasta que caía extenuado no volviendo en sí, verdaderamente, hasta el mismo día del año siguiente en el que, antes de acometer la empresa anual, en puntual ocasión, dijo convencidamente que con los que quería jugar eran aquellos que el primer año de su consciencia le dejaron entre el Belén y el árbol. Pero no pudo ser,
se habían tirado a la basura unos y regalados a los niños pobres otros.
Desde entonces, cada año por esas fechas o en su cumpleaños, sin abrir, guardaba las cajitas de los regalos recibidos envueltos en papel dorado, enlazados, hasta que, de uno en uno, iba descubriendo sus encantos, bonanzas, enseñanzas y placeres que le proporcionaban.
Hasta hubo un año que no pasó del primero y con el tiempo supo que la persona que se lo regaló fue siempre por él la más ignorada.

A menudo, dice, eso mismo, en cualquier ámbito de la vida me sigue pasando.
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