sábado, 9 de diciembre de 2006

Cuento siniestro de Navidad.

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Al bajar del tren, vi al hombre del parche acercarse y se paró frente a mi.
—¿Doctor Vega?
Le reconocí de inmediato. Se presentó por su nombre y sus dos apellidos, me estrechó la mano y me ofreció subir a su nuevo coche aparcado cerca.
Era el hombre al que, con algunas copas de más en mi haber, atropellé y certifiqué cadáver en accidente de automóvil, con una placa de donante colgada al cuello. Como si conmigo no hubiera ido la cosa, justo un año antes, la noche de Navidad.
—Se irá acostumbrando poco a poco a vivir sin uno y otro —Me dijo.
Luego me habló del niño que había recibido uno de sus riñones, extraído de su espalda antes de ser descubierto vivo. Me dijo que debía ir a visitarlo por que el chaval estaría encantado de conocer al doctor sin cuya confusión no hubiera sido posible la donación.
—Me consuela que sea así —Le dije.
Después me habló de su ojo, el de la cajita, y me rogó que lo cuidara. Me dio todos los detalles de cómo mantenerlo y limpiarlo. Añadió que él prefería llevar parche toda su vida sobre el cuenco del ojo donado a un desconocido, para no volver a ser objeto de errores peligrosos.
—Un riñón tiene remedio, sin un ojo uno puede valerse mal que bien, pero imagínese usted que me hubieran quitado los dos ojos.... o el corazón...
—Fíjese, menudo trastorno, hubiera sido fatal –Dije.
Cuando amanecía y del pueblo empezaron a salir minúsculos coches dormidos, seguramente conducidos con varias copas de más, sacó el bisturí.
Se justificó mucho rato, le dolía hacerlo, creo que era un buen tipo.
Me dejó herido en la puerta del ambulatorio del pueblo.
—No olvide cuidar el ojo de cristal, siempre le tuve cariño.
Me palpé la chaqueta a la altura del bolsillo interior donde llevaba el ojo postizo que me donó e intenté caer boca abajo, ladeado, tratando de no afectar los abiertos vacíos de mi espalda y mi ojo derecho.

—Descuide... -Dije antes del desmayo.