domingo, 21 de enero de 2007

El inocente.

| |
Encajado en un rincón a su justa medida, pasaba inadvertido.
Su viudo abuelo recibía a sus viudos antiguos amigos en la cocina, frente al hogar ardiente único punto de calor y luz.
Iban cayendo como gotas, uno a uno.
Primero Benito, el médico, luego los demás. Con él, tan grande, que le descubrió la primera noche y nunca dijo nada, se colaba él, tan pequeño.
Vino, cigarrillos, algún habano..., y empezaban a contar, a desvelar secretos, a hablar de cosas, vidas, acontecimientos, pormenores y momentos que solo en la penumbra, a solas y sin apenas mirarse, trataban.
Se velaban las voces, todos conocían de sobras del sabor de deseos y actos inconfesables y sus aún encendidos rescoldos, del poder del dinero, del engaño tratado como arte de la destreza e inteligencia, del amor tibio en aras de conveniencias, del miedo, del dolor, de la ira, del rencor, de la envidia, la traición, la delación y la venganza.
Se conocían bien. No desvelaban mutuos personales agravios.
Por ellos supo, el inocente, de pasiones que no podía entonces denominar y aprendió que quienes siguen con vida resurgen, incluso, de la ignominia.
Y comenzó a saber de la calidad opaca de lo público y lo privado, de la naturaleza humana, de la vida y la muerte y del valor de las palabras, los actos, las apariencias y verdaderos sentimientos... de su abuelo.