domingo, 13 de abril de 2008

Sur.

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Tres años antes del fatal desenlace, esa misma joven y atractiva mujer sureña de “pura cepa” había acudido a la consulta de un reputado psiquiatra que en la ciudad norteña donde a la sazón residía, buscando ayuda y explicación a su profunda y desconocida melancolía.
Había seguido a su marido, incipiente prometedor profesional en ascenso a modo de merecido premio a su norteño definitivo destino en condiciones de suma ventaja económica y social.
-“Todo es adaptarse mujer, esas son tonterías”, le repetía su marido, “ten presente que nos ha tocado la lotería”.
-“Se trata de una disfunción natural por cambio de ambiente”, le dijo el psiquiatra, “es normal, en un suspiro volverá a ser quien era, ya lo verá".

Cuando se arrojó por uno de los balcones, sobre el suelo del mirador que réplica de patio sureño florido durante el tiempo ella había recreado, en su carta manuscrita de justificaciones cargada, constataba:
“Aunque lo intenté e hice cuanto pude, estoy convencida que no lograré nunca acostumbrarme a no hablar desahogadamente en mi tono, a mi modo y manera,
a no escuchar desde mi casa algarabías, músicas y canciones a cualquier hora,
a no poder sentarme con mis vecinos en la calle hasta la madrugada,
a verme obligada a cargar siempre con el paraguas y hasta las orejas abrigada,
a no escuchar ecos de alegres y desenfadados piropos y requiebros,
a estar siempre observada por los que mi casa sin necesidad de más atención que la mía, atienden, ni a ver el mundo y la vida bajo luz eléctrica desde temprano...
aún en verano”.