sábado, 13 de mayo de 2006

El sueño recurrente de Natalia.

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Natalia tiene un sueño recurrente. Al menos es el único que conserva en la memoria cuando despierta y la acompaña a lo largo de la jornada.
En él, sin ella verse, siempre contempla, atentamente en espera, la empinada escalera de madera que conducía a la puerta del antiguo piso familiar y se alargaba hacia la azotea que coronaba el edificio. Se hace necesaria cierta paciencia, lo sabe desde la primera vez.
El corazón secreto de su sueño, marca el transcurrir y el acontecer. Nunca defrauda, siempre redondea la intención.

En el último, tras un tiempo imposible de calcular dada la naturaleza del ámbito onírico, escucha pasos. Lentamente se aproximan. Bajan desde la azotea. Siente la necesidad de salir al encuentro y sube cinco escalones y espera. Silencio. Otros cinco y cinco más. Silencio.
Se enfrenta al rellano de la puerta de casa, solo la separan de él los últimos dos escalones. Desafiante, con paso largo, se sitúa ante la mismísima puerta amagando tocar el timbre, sin desearlo. Silencio.
Y en silencio, ve como su padre, lentamente, con solo la gabardina sobre su cuerpo, desciende hacia el rellano donde ella espera sin presionar el botón indeseado, sin apartar la vista de la escalera descendente.
Él se acerca tranquilo, conciliador, sonriente. La mira cómplice mientras termina de descender y, cuando les separan tres peldaños, con la mayor confianza y naturalidad, desabotona la gabardina que cubre su cuerpo.
Natalia duda, no sabe si apartar los ojos de su rostro. Baja la mirada con miedo, pudor y vergüenza. Ve la desnudez de su padre, recorre su cuerpo evitando por completo los genitales.

Mira mujer, no seas boba, no pasa nada, todo está bien, es natural, soy tu padre.
Y Natalia, a bocajarro, fija su mirada en el único lugar del cuerpo de él nunca por ella conocido. No ve nada. No hay nada en ese lugar. Nada. Continuación del todo.
¿Lo ves? nada que temer, dice él, como cuando la enseñaba a querer a los animales.

Mientras cadenciosamente se abotona la prenda, la sonríe con esa amada sonrisa que siempre ella llevó consigo después de perderle, esa que la libraba de la sospecha de que todos los hombres eran iguales cada vez que tocaba el timbre de alguna puerta.